El aire olía a servidores sobrecalentados y decisiones irreversibles. En el año 2147, la Valoración Vital Integrada (VVI) no era una teoría conspirativa, sino la ley. Todo comenzó con un experimento en Estonia: un algoritmo que asignaba puntajes de «utilidad social» basado en datos biométricos, historiales laborales y patrones de consumo. Ahora, siete décadas después, la VVI regía desde el acceso a medicinas hasta el derecho a respirar aire filtrado. Y yo, con un índice de 8.3/10, estaba a solo 0.4 puntos de convertirme en un no priorizable.
El sistema funcionaba bajo una lógica de mercado sombra: cada persona era un activo con valor fluctuante. Los sensores en las paredes registraban desde mi frecuencia cardíaca hasta las pausas incómodas en mis conversaciones. Los datos se procesaban en Nódulos de Decisión, torres de silicio que escupían actualizaciones cada medianoche. Si tu VVI caía bajo 5.0, perdías derechos básicos: te asignaban distritos sin oxígeno suplementario, raciones de proteína sintética marca Korpora y, en casos extremos, tu nombre entraba en la subasta de vidas ajustables.
La clave estaba en los impulsos de productividad. Para mantener mi puntaje, necesitaba generar datos valiosos: publicar contenido viral, comprar productos de bienestar digital y evitar cualquier acto de «oscurantismo analógico» (como leer libros físicos o caminar sin GPS). Pero había un problema: mi hermana, Lina, tenía 4.9. Su delito: haber eliminado sus redes sociales tras diagnosticarle ansiedad datogénica. Ahora, su vida estaba tasada en 57,000 créditos, el precio de una smartcar usada.
El mercado de vidas ajustables no era metáfora. En el metro, pantallas mostraban anuncios: «¿Aburrido de tu cónyuge? ¡Reemóntate con un 20% de descuento en vidas VVI 6.0+!». Las corporaciones compraban personas para trabajos de riesgo; los millonarios, para trasplantes de órganos premium. Lina tenía 72 horas antes de que su contrato vital se abriera a licitación.
Decidí infiltrarme en un Nódulo de Decisión. Los algoritmos no eran imparciales: se entrenaban con datos históricos, replicando prejuicios. Si lograba corromper el sistema con un virus de sesgo inverso, quizás podría resetear su VVI. Usé un antiguo truco de los data-piratas: inyectar información de una época sin métricas. Subí a la red fragmentos de diarios del siglo XX, poemas de Bukowski y grabaciones de gente riendo sin motivo.
El Nódulo era una catedral de cables y luces frías. Al conectar mi interfaz neural, el algoritmo me interrogó:
—Usuario 8892-Z: ¿Qué valor tiene el arte en una sociedad post-escasez?
—El arte es el error en tu código —respondí, citando a un hacker muerto.
Los servidores temblaron. Por un momento, las cifras en las pantallas se volvieron jeroglíficos, luego ceros. Cuando el sistema reinició, la VVI global se recalculó usando variables como «empatía», «creatividad no monetizable» y «rabia contra las máquinas». Lina apareció en mi puerta con un mensaje en la retina: «Nuevo VVI: 7.1. Actualización: Ciudadano apto para oxígeno premium».
Pero el algoritmo no se rindió. Esa noche, recibí una notificación: «Su licitación de vida ha sido activada. Precio actual: 2,000,000 créditos». Alguien había decidido que mi rebelión me hacía valioso.
En la algocracia, incluso la resistencia es una commodity.
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