El miedo al tiempo no es nuevo, pero jamás había alcanzado la temperatura del núcleo.
En el año Ϟ-12.Δ, cuando el lenguaje dejó de operar en
líneas y la humanidad aprendió a hablar en esferas, un grupo de
científicos-rituales fundó la Cuna del Sol, una estructura suspendida a
3.000 km sobre la fotosfera, donde el tiempo se plegaba como una tela húmeda.
Allí, según los cálculos no lineales de la Teoría de Calidez Temporal, podría
curarse el trauma más antiguo de la consciencia: la cronofobia.
El miedo a avanzar. El miedo a envejecer. El miedo a
continuar.
Nadie sabe quién fue el primero en enfermarse del tiempo.
Tal vez fue la propia Tierra, que se ralentizó imperceptiblemente cuando
entendió que ningún giro suyo era verdaderamente nuevo. En la Cuna del Sol, sin
embargo, el flujo cronológico era maleable. Había habitaciones donde un minuto
equivalía a una infancia, y otras donde siglos cabían en un parpadeo. Se diseñó
con un propósito: reconciliar al humano con el paso. Hacer del tiempo algo
habitable. Algo digno.
Pero no todos lo soportaron.
Entre los pacientes estaba Nínive, una cartógrafa de
duraciones imposibles. Había visto estaciones completas nacer y morir en una
hoja de árbol, y había mapeado sueños que duraban más que una civilización.
Ella no temía al futuro: temía al presente atrapado. Porque era allí donde el
tiempo hacía su trabajo más cruel: avanzar con disimulo.
Su diagnóstico fue uno de los más severos: cronofobia de
ciclo cerrado. Es decir, pánico no al tiempo como vector, sino como bucle.
El temor de que todo lo vivido estuviera repitiéndose ya. Que no hubiera
mañana, sino sólo copias de ayer disfrazadas de promesas.
Los médicos-temporales decidieron someterla al Protocolo
Solar: una inmersión directa al núcleo simbólico de la estrella, donde el
tiempo existe solo como presión. Donde toda historia es incinerada al instante.
Allí, quizás, se rompería el ciclo. Allí, quizás, viviría sin miedo.
Durante su descenso, Nínive no envejecía. Nadie puede en
dirección al fuego original. En su trayecto, soñó con relojes que gritaban, con
calendarios que suplicaban ser olvidados. Cuando alcanzó el núcleo, no encontró
calor. Encontró quietud.
Un lugar donde el tiempo aún no había comenzado.
Y entonces lo comprendió: la cronofobia no es al tiempo,
sino a su nacimiento. Al momento preciso en que todo lo inmóvil se vuelve
historia. En que la nada empieza a contar.
Allí, en la cuna del sol, donde el futuro aún no respira,
Nínive eligió no regresar. Su cuerpo desapareció de todos los registros, pero
cada tanto, un destello errático emerge del astro como si una conciencia
danzara entre sus convulsiones.
Algunos dicen que logró lo imposible: habitar el instante
antes del tiempo.
Otros creen que simplemente se volvió fuego.
Pero hay quienes aseguran que, desde entonces, el sol late
más despacio.
Como si esperara que alguien más
se atreva a nacer
sin miedo.