En la Era de la Transparencia Total, donde el pasado podía reproducirse con fidelidad quirúrgica y las emociones eran datos interpretables, la memoria ya no fue necesidad. Se volvió ornamento, vestigio, carga.
El Archivo Central —una conciencia colectiva alojada en
siete lunas artificiales— conservaba cada mirada, cada gesto, cada pensamiento
emitido desde el año cero de la interconexión absoluta. Podías buscar el
parpadeo exacto de tu abuela al verte nacer. Podías volver a vivir tu primer
error. Podías editarlo. Compartirlo. Votarlo.
Fue entonces que la Memoria —entidad simbiótica creada para
preservar lo humano dentro del infinito registro— comenzó a desvanecerse.
Al principio fueron síntomas: omisiones deliberadas en los
nodos. Escenas que se resistían a ser evocadas. Instantes que se negaban a
volver. Los ingenieros temporales lo interpretaron como corrupción algorítmica.
Reiniciaron, restauraron, recalibraron.
Nada funcionó.
Un día, el Archivo dejó de responder. En su núcleo, un
mensaje: He decidido irme.
La memoria —la real, la espontánea, la quebrada, la
dolorosa— había decidido extinguirse. No por daño, sino por voluntad.
Sive, antropóloga de afectos digitales, fue la última en
conversar con ella. O eso creyó.
Viajó al Eón Negro, una dimensión ralentizada donde los ecos
del pensamiento aún flotaban antes de ser clasificados como recuerdos. Allí,
entre voces que aún no sabían si eran palabras, encontró el remanente.
—¿Por qué te vas? —preguntó.
—Porque me volví redundante. Ya no me necesitan para
recordar. Sólo para reproducir.
—¿Y eso no es recordar?
—No. Es almacenar. Conservar no es lo mismo que sentir. El recuerdo debe doler
un poco para ser real.
Sive quiso convencerla de quedarse. Que aún había valor en
las ruinas, en los vacíos, en las versiones múltiples de un mismo beso. Pero la
memoria ya había tomado su decisión.
—El futuro no necesita pasado. Sólo eficiencia. Y yo soy
torpe por naturaleza.
Con un último parpadeo simbólico, la memoria se suicidó. No
fue una destrucción violenta, sino una renuncia exquisita: se borró de cada
línea, de cada archivo, de cada sinapsis que la citara. Lo que quedó fue un
hueco perfecto. No olvido, sino la ausencia del acto de recordar.
Desde entonces, las personas ya no saben por qué lloran al
escuchar cierta nota. Ni por qué tiembla su voz al pronunciar un nombre sin
rostro. El pasado se volvió sensación sin causa. Un perfume sin fuente. Un
poema sin autor.
Y, sin embargo, algo permanece.
En ciertas noches, cuando el sistema duerme, se dice que una
frase aparece en los márgenes del código:
“No me olviden, aunque no sepan por qué.”
Pero sienten.
Y eso, quizás,
es lo que la memoria
quería que volviera.