Como autor de esta obra, a la que he denominado "El Fulgor Helado", mi propósito fue adentrarme en la experiencia de la adicción a la cocaína, pero desde una perspectiva quizás más interna, más enfocada en la disolución de la identidad y la psique. No busqué una narrativa explícita, sino una inmersión en la fragmentación del ser.
La elección del óleo sobre tela y, crucialmente, la técnica de empaste, fue fundamental. Las pinceladas gruesas y gestuales no son solo una cuestión de estilo; son la materialización de la fuerza bruta y el caos que la adicción impone. Cada trazo es una capa de desesperación, una acumulación de la sustancia que corroe.
El cromatismo es deliberadamente limitado, casi monocromático en su base. Los azules y negros predominan, evocando una sensación de frío, de vacío existencial. El azul profundo, casi índigo, sugiere la depresión, la melancolía y la soledad abismal que acompaña al adicto. Es el color de la noche sin estrellas, del océano insondable donde el alma se pierde. Los negros, densos y pesados, representan la oscuridad de la mente, la anulación de la conciencia y la presencia de la sombra que consume.
La figura central, si es que se le puede llamar figura, está desdibujada, casi abstracta. Es una forma humana en proceso de disolución, un ser que se desintegra bajo el peso de la adicción. He querido que sea indistinta para reflejar cómo la identidad se borra, cómo la persona se convierte en una extensión de su necesidad. No hay ojos definidos, no hay rostro; solo una silueta torturada, una sombra de lo que alguna vez fue.
El estallido central de blancos, fríos y casi luminescentes, es el epicentro del tormento. Es el "fulgor helado" de la cocaína, ese momento efímero de euforia que es a la vez una explosión de energía y una implosión del ser. No es una luz que ilumina, sino una que ciega y congela. Los trazos blancos se expanden como cristales rotos, filosos y peligrosos, esparciéndose desde el centro del pecho, el corazón, el alma misma, como si la sustancia estuviera destrozando al individuo desde adentro hacia afuera. Es la promesa traicionera de placer que se convierte en una herida abierta.
Las líneas blancas y angulares que se extienden desde el centro, casi como esquirlas, acentúan la sensación de violencia y fractura. Son los pensamientos fragmentados, las realidades distorsionadas, los impulsos incontrolables. Es el eco visual de la crisis, de la desesperación que rompe la cohesión del ser.
En "El Fulgor Helado", busqué que el espectador no solo observe, sino que sienta la fragmentación, el frío interno, la devastación silenciosa. Es una obra sobre cómo la adicción no solo consume el cuerpo, sino que pulveriza el espíritu, dejando atrás un eco gélido de lo que una vez fue una persona.
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