Nadie sabe exactamente cuándo ocurrió. Un martes sin nombre, tal vez. Fue como si el mundo hubiera bostezado y, sin pedir permiso, se acostara a dormir más temprano de lo habitual.
Los relojes dejaron de avanzar a las 17:43. No se
detuvieron; seguían girando, pero no en sincronía con nada. El tiempo, como
idea colectiva, dejó de estar disponible. El tránsito se detuvo sin accidentes.
Las pantallas parpadearon un segundo más de lo que el código permite, y los
calendarios empezaron a repetir el mismo día con variaciones sutiles, casi
imperceptibles: un gato que parpadea en otro ritmo, una canción que termina
medio compás antes.
Adriana, cronopsicóloga de la Fundación para la Reanimación
del Tiempo, fue de las primeras en notarlo con claridad. Su hija no envejecía.
Cada mañana, la misma conversación con ligeros errores de dicción. Cada dibujo
que traía de la escuela era diferente, pero con los mismos colores, las mismas
manos inseguras. Cuando lo reportó, descubrió que no era la única. Las
instituciones, colapsadas sin explicación, habían cambiado de nombre en una
noche sin sueño. El Ministerio de Energía era ahora el Instituto de Velocidades
Estancadas. Nadie se alarmaba. Porque nadie recordaba el instante exacto en que
todo empezó a diluirse.
Un comité fue formado —compuesto por filósofos
computacionales, narradores cronológicos y niños lúcidos— con la tarea de
interrogar al Tiempo. Para ello, construyeron la Cuna de Mañana: una cámara con
paredes que no existían simultáneamente y una máquina que sólo hablaba en
condicionales. La pregunta fue simple: ¿Por qué dejaste de venir?
La respuesta tardó cinco días en nacer, todos ellos vividos
en un mismo atardecer.
—Me cansé de ser lineal, dijo el Tiempo a través de
la máquina, y ustedes nunca me soñaron distinto.
Entonces se propuso algo impensable: rediseñar el mañana. No
como futuro, sino como posibilidad coral. En vez de una sola línea, el tiempo
pidió ser un coro de bifurcaciones, donde cada decisión no cerrara caminos,
sino los dejara abiertos como heridas fértiles. Nadie entendió bien cómo
hacerlo. Así que Adriana propuso dormir. No como acto biológico, sino como
entrega. Una hibernación conceptual. Detener todo intento de control sobre lo
que viene, hasta que el futuro quiera regresar por voluntad propia.
Fue así como nació el Pacto del Sueño: millones de personas
entrando en un estado de pausa voluntaria, sin fecha de retorno. Los llamaron
los soñadores. Ella fue la primera. Su hija la última. Antes de cerrar los
ojos, le dijo: Cuando despiertes, tal vez ya no me recuerdes, pero yo estaré
en cada bifurcación que elijas sin miedo.
Han pasado —según quién mida— segundos o siglos. Nadie lo
sabe con certeza.
Pero esta noche, por primera vez, los relojes no giraron en
vano.
Y una flor abrió sus pétalos en sentido inverso.
Tal vez, sólo tal vez,
el mañana esté comenzando a despertar.
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